La
violencia machista se considera propia de hombres violentos y se estudia de
manera aislada. Sin embargo, al echar un vistazo a la sociedad actual se
percibe un sinfín de detalles comunes que degradan a la mujer sin que víctimas
y victimarios lleguen siquiera a percibirlos
“Todo acto de violencia sexista que
tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psíquico,
incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de libertad, ya
sea que ocurra en la vida pública o en la privada”. Así definió Naciones Unidas
el concepto de “violencia de género”. En este marco, conceptualizamos la
violencia como “la coacción física o psíquica ejercida sobre una persona para
viciar su voluntad y obligarla a ejecutar un acto determinado”. Puede adoptar
formas diferentes: física, verbal, psíquica, sexual, social, económica… Unas
formas de coacción que se han ejercido en mayor o menor medida a lo largo de la
historia.
Para explicar la conducta del maltratador
se ha apelado con frecuencia a la existencia de una serie de psicopatologías:
carácter agresivo, falta de control de la ira o una infancia marcada por
experiencias de malos tratos. “Se intenta buscar causa externa por lo que
reducen el grado de responsabilidad de la persona que lleva a cabo la acción”,
afirma Francisca Expósito, psicóloga social de la Universidad de Granada en el
informe “Violencia
de Género”, publicado en la revista Memoria
y Cerebro.
Como bien define Expósito, casi
siempre se enfoca a un problema individual, ya sea de la persona en cuestión
(por su personalidad, su propia disposición biológica…) o de la familia
afectada (por una interacción inadecuada o por no saber resolver los problemas
de pareja inherentes a las relaciones). Sin embargo, esta psicóloga se decanta más
–al igual que quien suscribe este artículo- por una teoría social y cultural “que
aboga por la existencia de valores culturales que legitiman el control del
hombre sobre la mujer”. De hecho, ni las mujeres nacen víctimas ni los varones
están predestinados para actuar como agresores. Es más, en aquellas sociedades
donde hombres y mujeres ejercen el mismo poder, los niveles generales de
agresión y de violencia contra la mujer son inferiores. Sin embargo, las
sociedades patriarcales sobrentienden que los más poderosos se hallan en su
derecho de dominar a los más débiles y que la violencia se contempla como una
herramienta válida y necesaria para ello.
La
historia reciente
Aunque parezca increíble, hasta
diciembre de 2004 apenas había legislación en España que condenara a la
violencia de género. Durante el siglo XX, la Justicia española dejaba en
situación de desamparo a la mujer. El Código Penal de 1944, en su artículo 428
y hasta su modificación en 1963 castigaba con una pena de destierro al marido
que sorprendiera en adulterio a su mujer y matara en el acto a los adúlteros,
quedando impune si les causaba cualquier otro tipo de lesiones. Igual
tratamiento se les daba a los padres que sorprendieran a sus hijas menores de
23 años en compañía de un hombre, mientras vivieran en la casa paterna. Hasta
1978, el Código Penal español solo consideró delito de adulterio a las mujeres
que tenían relaciones extramatrimoniales, a las que castigaba con penas de seis
meses a seis años de prisión, mientras que en el caso del varón solo era
punible el amancebamiento (si la relación extramatrimonial era habitual), con
una pena, por supuesto, mucho inferior. Es más, se consideraba delito de
adulterio incluso si mediaba separación de hecho entre los cónyuges, con lo que
se potenciaba el sentido de propiedad del marido sobre la mujer. El contenido
de estos artículos –algunos no modificados hasta la década de los 90- no es más
que el reflejo de una sociedad en la que las relaciones entre hombre y mujer se
articulaban en torno a la relación de género y poder.
La cultura ha legitimado la creencia
de la posición superior del varón, reforzada a su vez a través de la
socialización. Todo ello ha facilitado, generación tras generación, que las
mujeres se sientan inferiores y necesiten la aprobación de los hombres para
sentirse bien consigo mismas y con el papel en la vida para la que han sido
educadas. “Los varones ofrecen la protección a las mujeres a cambio de la
obediencia y el sometimiento”, explica. Ellos ocupan así una posición de
control y dominio.
Por tanto, si la violencia de género
es una cuestión cultural que resulta de un proceso de socialización, cabría
preguntarse entonces si todos los hombres son maltratadores en potencia o si
existe una psicología del maltratador. Es aquí donde Francisca Expósito pone el
acento a su investigación: Muchas veces, los maltratadores no son “hombres
agresivos ni psicópatas, sino que la violencia es un recurso que la sociedad y
la cultura ponen a disposición de los hombres para su uso en ‘caso de
necesidad’, dejando a criterio de cada uno cuándo surge ese requerimiento”.
No es posible por tanto establecer un
perfil único de maltratador, pues cada cual representa el papel de forma
distinta y se comporta de manera diferente. Aun así, “el agresor actúa siempre
de forma coherente con su objetivo de sumisión y control, aunque cada uno
experimenta el poder y la amenaza de forma distinta y actúa en consecuencia”.
Sin embargo, casi todos ellos responsabilizan a la mujer de la situación. Ellos
son las víctimas, se atreven a decir. “En los grupos de tratamiento se escucha
con frecuencia comentarios como ‘ella saca lo peor de mí’ o ‘lo hace para
provocarme’”, explica en su estudio Expósito. “O se aferran a ideales
masculinos tradicionales: la violencia resulta para ellos una conducta
aprendida y legítima, así como una forma de simbolizar su poder”, añade.
Todo este comportamiento normalizado e
interiorizado por el agresor se entremezcla peligrosamente con una dosis de
autoestima baja, inseguridad, dependencia y celos. Por ello, con este estudio, la psicóloga de
la Universidad de Granada intenta cuestionar los estereotipos relacionados
hasta ahora con la conducta y los rasgos del maltratador (consumo de alcohol y
drogas, vivencias traumáticas en la infancia, violencia inherente al varón,
problemas psíquicos) y destaca, en cambio, la normalidad del agresor.
Machismo
asumido
“Las
leyes son como las mujeres, están para violarlas”. Esta desafortunada frase
fue pronunciada por José Manuel Castelao, presidente de los españoles en el
exterior, poco después de acceder al cargo. A pesar de la dureza de sus
palabras, nadie cesó al ex diputado del PP. Solo se le pidió que pidiera
disculpa en público. Finalmente dimitió, pero por “motivos personales, puesto
que nadie ha pedido mi renuncia”, aclaró.
El alcalde del PP en Valladolid,
Francisco Javier León de la Riva, declaró en 2010 que Leire Pajín, ministra de
Sanidad e Igualdad por aquel entonces, era una chica “preparadísima,
hábil, discreta, que va a repartir condones a diestro y siniestro por donde
quiera que vaya y que va a ser la alegría de la huerta", a lo que añadió que,
"cada
vez que le veo la cara y esos morritos pienso lo mismo, pero no lo voy a
contar aquí”. Sus declaraciones fueron tachadas de “lamentables” por algunas
compañeras de partido como María Dolores de Cospedal o Ana Mato, sin embargo,
solo la oposición pidió su dimisión. De hecho, en las elecciones de 2011 incumplió
el mínimo del 40% de mujeres impuesto por la Ley de Igualdad y declaró que
se trataba de “una parida”. No solo no fue castigado por los ciudadanos y
ciudadanas de Valladolid, sino que obtuvo una victoria electoral aplastante, la
más amplia nunca antes conseguida desde que fuera nombrado alcalde en 1995.
En Intereconomía, es frecuente escuchar a
alguno de sus tertulianos soltar improperios machistas contra las mujeres sin
que ocurra nunca nada más que algún reproche aislado: "Esta señora es una guarra".
"Una puerca y está fabricando degenerados". "Esta tipa es una
zorra repugnante". Estos son los graves insultos que escupió el extremista
Eduardo García, contra la consellera de Sanidad en Catalunya, Marina Geli. Sus
compañeros, no solo no le recriminaron, sino que le rieron la gracia. Salvador
Sostres, columnista de El Mundo y
tertuliano en Telemadrid, emuló a Sánchez Dragó en su interés por las menores y soltó hace un
tiempo que le gustaban las chicas "de 17,
18 y 19 años, que no huelen a ácido úrico, con olor a santidad, de primer
rasurado, dulces como lionesas de crema y con carnes que rebotan que son como
un piano, que tocas así y rebota el dedo". ¿Sus compañeros? Le rieron la
gracia y la presentadora, Isabel San Sebastián, se limitó a reprimirle
entre risas. Les parecía saleroso el chiste de ese depravado mental. Actitudes
todas vomitivas y repugnantes, pero que pasan desapercibidas o, peor aún, como
chistosas para gran parte de la sociedad.
La Iglesia tampoco ayuda
En el seno de la Iglesia, esas conductas son todavía más frecuentes.
Hace unos meses el párroco italiano Piero Corsi acusó a las mujeres de ser
culpables de la violencia machista “por
provocar”. El cura se preguntaba si
es posible que de una "sola tacada todos" los hombres hayan
enloquecido y dice que "no", que no lo cree, que el problema está en
el hecho de que las mujeres "cada vez más, provocan, se vuelven arrogantes
y se creen autosuficientes y acaban por exasperar las tensiones". ¿Colgó los hábitos? Lógicamente,
no. No es el único ejemplo, hace unos días el Arzobispado de Granada editó Cásate
y sé sumisa, un libro que fomenta los valores de desigualdad y sumisión
de la mujer hacia el hombre. Ha habido muchas críticas, sí. Pero el libro sigue
editado y coleando.
No es algo nuevo, sino que este papel machista de la Iglesia es una
lacra que persigue a esta institución desde sus orígenes. La llamada a la
sumisión de la mujer y la reafirmación de la autoridad masculina está presente
en los textos religiosos y en las sociedades donde la religión tiene un papel
determinante en su formación cultural. “De las de su sexo, la Virgen María fue
la única que agradó al Señor”, aseguraba la Iglesia. Todo son ejemplos. En el
siglo XII, el decreto de Graciano afirma: “Pertenece al orden natural de la
humanidad que las mujeres sirvan a los hombres, los hijos a sus padres, porque
en esto la justicia quiere que el más pequeño sirva al más grande”. Y continúa:
“Las
mujeres deben cubrirse sus cabezas, porque ellas no son la imagen de Dios.
Ellas deben hacer esto como signo de sumisión a la autoridad y porque el
pecado entró al mundo a través de ellas”.
La
estética y la imagen
Otra de las tendencias machistas más repetidas es la que se refiere a la
imagen y la estética que, según la cultura patriarcal, tiene que seguir la
mujer. En julio de este año, la periodista Paloma Goñi escribió el artículo “¿Y
si no me depilo?”. Reconocía que odiaba depilarse y que para ella era una
tortura impuesta por la imagen que supuestamente debía tener. Sus fotos se
convirtieron en un alegato feminista en contra de la estética y de la imagen de
la belleza femenina que tenemos ya integrada en nuestra cultura y en nuestra
sociedad. Afirma que al final acabó depilándose para no sufrir un rechazo
social. En el post hay más de 200 comentarios. Algunos defienden su “valor”,
pero otros, muchos, la critican y la insultan –algunos chicos, pero, principalmente
mujeres- y la llaman guarra o le dicen que es un horror, que da asco o que les
da por vomitar. Es “un milagro” que tengas novio, le llegan a decir.
Y así, miles de situaciones de nuestro día a día que no percibimos como
machismo, pero que sí lo son. “Qué
fresca has venido hoy”. ¿Cuántas veces no han pronunciado y/o escuchado
esta frase al ver a una amiga con un vestido corto? “¿Qué nota le pones a esa?”, se preguntan constantemente los
adolescentes al ver pasar a una chica. “¿Tú
no le planchas las camisas a tu novio?”, le pregunta una amiga a otra. “¿Pero sabes fregar los platos?”, me preguntó
una chica totalmente extrañada hace unas semanas.
Y, cómo no, en el ámbito laboral, ya no solo en cuanto al sueldo, que el
de la mujer siempre es menor, sino en las condiciones para ser contratada: “¿Tienes hijos?”, preguntan
constantemente a las mujeres en las entrevistas de trabajo. ¿Piensas quedarte embarazada pronto?, es otra pregunta típica.
Cuestiones estas que, nunca, formulan a los varones o, al menos, no con las
mismas intenciones. Y todo esto sin olvidar los piropos y silbidos que reciben
miles de chicas al pasear por la calle.
Con este artículo, quiero poner el foco no solo en la violencia de
género más comúnmente rechazada, sino también en esa serie de maniobras
machistas “normalizadas” y casi imperceptibles que desarrollan los varones y
que aceptan la mayor parte de las mujeres. Los chicos que controlan el móvil de
sus parejas. Los que las acompañan al trabajo para conocer a sus compañeros o
quienes no ven con buenos ojos que vista falda o tirantes. O quienes no son
capaces ni de poner la mesa o fregar un plato. Es ese tipo de micromachismos que
sirven “para mantener el dominio y la superioridad de los hombres frente a las
mujeres, para recuperar la dominación ante el aumento de poder personal o
interpersonal del sexo femenino actual. En pocas palabras, el denominador común
es atentar contra la autonomía de la mujer”, explica Francisca Expósito en su
estudio. Y claro, al tratarse de maniobras habituales, en ocasiones
encubiertas, no parecen dañinas. Entre tales maniobras destaca la insistencia
abusiva (el varón persiste en imponer su punto de vista hasta que la mujer cede
por cansancio) o la intimidación (el típico “tú verás”, es decir, si no
obedeces algo puede suceder). Casi siempre, además, enfocadas desde el punto de
vista paternalista y protector: “Esto lo hago por tu bien, porque te quiero”.
En conclusión, cambiar a una sociedad que hasta hace 30 años tuvo el
machismo y la sumisión de la mujer como referente de vida, es complicado. Aun así,
la Justicia tampoco ayuda. Ayer, eldiario.es
publicó un interesante análisis donde se percibe cómo cada vez son menos las
mujeres que denuncian por violencia machista pero, sorprendentemente, también
son cada
vez son menos los jueces que condenan a los agresores. Es más, en 2011
llegó a ser mayor el número de absoluciones que el de condenas; un hecho
insólito que la abogada experta en derecho penal, Aránzazu Juan-Aracil, denuncia, no
ocurre con ningún otro delito en España. Para la jurista estos bajos índices no
son casuales: "Los jueces y juezas de nuestro país no tienen voluntad de
aplicar una ley que no les gusta y con la que no están de acuerdo".
En definitiva, reitero que el problema, por tanto, no es individual ni
familiar, sino que es sociocultural y es intrínseco a nuestra forma de actuar,
a nuestro día a día. En la televisión, en los chistes, en la moda, en la calle.
Un drama, el del patriarcado, que acompaña al ser humano desde tiempo
inmemorial. Pero, ¿no crees que ya es hora de acabar con él?
- Artículo publicado en Melior.is con motivo del Día Mundial contra la Violencia de Género
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